13.07.2023
A veces tenemos miedo a las palabras. O el temor parte de que se conocen las consecuencias de definir algo como lo que realmente es. En México estamos sufriendo actos de terrorismo por parte del crimen organizado. No nos engañemos, lo que sucedió en Tlajomulco, Jalisco, es un acto de terrorismo. Como lo fue el coche bomba en Celaya, la colocación de minas antipersonales en caminos de Michoacán, los ataques de drones con explosivos, los ataques indiscriminados en bares, restaurantes, los videos con gente torturada, desollada, abusada, que vemos todos los días. No todas las acciones violentas de los grupos criminales pueden calificarse como terroristas, pero esas y muchas otras sí lo son.
El ataque en Tlajomulco no es el primero y no será el último. Ocurrió exactamente igual hace unos días en Celaya. Una denuncia aparentemente ciudadana de que se habían encontrados restos humanos en un automóvil y cuando llegan las fuerzas de seguridad se hace estallar el automóvil denunciado. En el caso de Tlajomulco es aún más grave porque se utilizó para eso a madres buscadoras. Si no se entiende que éstos son actos terroristas y no son entendidos como tales, no puede haber respuestas adecuadas de las autoridades. Ayer en la mañanera no se dijo ni una palabra sobre el tema.
El terrorismo se define como “la práctica política que recurre sistemáticamente a la violencia contra las personas o las cosas provocando el terror”, según el Diccionario Político de Norberto Bobbio. Según la Real Academia se trata de la “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”. Eso es lo que hemos estado viviendo, en forma mucho más destacada en las últimas semanas, pero de manera contínua en los últimos 15 años.
No es verdad que el crimen organizado no tiene objetivos políticos. Como todo grupo de poder los tiene y su existencia sólo se puede explicar por su capacidad de influir e infiltrar el poder político, económico, social. Lo vimos esta semana en Chilpancingo. Lo vemos en Jalisco, en Guanajuato, en Chiapas (que para el presidente López Obrador goza de enorme tranquilidad social), en Baja California, en Chihuahua, Sonora, Sinaloa, Nayarit. Y sus acciones recrudecen cuando hay elecciones o se aproximan cambios políticos.
El problema es que la incomprensión o subestimación de estos problemas causa otros conflictos mucho más graves. En Estados Unidos están avanzando dos tipos de leyes que pueden afectar a México en este sentido. Por una parte, las que quieren declarar a los grupos del crimen organizado como terroristas para poder utilizar todas las medidas que ese país tiene para combatirlos, que van desde sanciones financieras y restricciones legales de todo tipo, hasta llegado el caso acciones militares. Y también leyes para procesar a funcionarios que negocien o se subordinen a ellos, de forma similar a como lo han hecho en Honduras, Venezuela, Guatemala, y muchos otros países.
Desde inicios de este año, el ex fiscal de Estados Unidos, William Burr, varios medios de referencia internacional y un grupo de lesgisladores republicanos, y también algunos demócratas, han insistido en un punto que han abordado el fiscal general, Merrick Garland y la directora de la DEA, Anne Milgram, además de fiscales de 21 estados de la Unión Americana: los cárteles mexicanos deben ser declarados terroristas y por ende deberían poder ser combatidos en cualquier lugar del mundo, incluyendo México, por las fuerzas armadas de ese país.
Desde que estaba en el gobierno Trump ,se viene coqueteando con esa idea y hoy, con la agudización de la epidemia de opiacios, acompañada por el creciente empoderamiento de los grupos criminales mexicanos y la permisividad de las autoridades federales expresada en la estrategia de abrazos y no balazos, la misma se está extendiendo ya no sólo entre los grupos más extremistas del trumpismo y Ron de Santis, sino también en un escenario político que trasciende los partidos y los medios de referencia hasta convertirse en tema de campaña para los comicios de 2024 en Estados Unidos.
Pero hay más. Hace ya varios meses, el jefe del comando norte del departamento de Defensa de los Estados Unidos, el general Glen VanHerck decía que uno de los peligros que generaba la migración masiva y la falta de control territorial en algunas zonas de México, era que podían ser utilizadas por adversarios de su país, como China o Rusia para influir o desestabilizar la política regional, pero también por grupos terroristas que quisieran atentar contra la Unión Americana.
Hace unos días el mismo general VanHerck hablaba de la creciente presencia de espías rusos en México. Esta semana se divulgó en España que había sido detenido en Barcelona a un terrorista originario de Tayikistan que voló desde México hacia ese país. Tayikistán, es el mismo país al que el gobierno federal le vendió el avión presidencial en una operación financieramente extraña. El terrorista detenido, según las autoridades españolas, se dedicaba a reclutar miembros para el Estado Islámico.
Nada de eso se supo en México. Y siguen llegando médicos, entrenadores, asesores cubanos, que se cuentan no sabemos si por cientos o por miles. Ya legisladores estadounidenses han insistido en que se debe pedir cuentas a México porque esa presencia puede ser lesiva para su país. El nuestro es el juego geopolítico más torpe que se puede tener.