Culiacán: la penumbra y la mentira

Estaban siguiendo a Ovidio Guzmán López desde hacía casi un mes. La razón es que Ovidio, el hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, controlaba los laboratorios para procesar fentanilo en Culiacán, uno de los cuales había sido descubierto semanas atrás, Esta droga es enviada a Estados Unidos y ha causado miles de muertes en ese país.

El jueves 17 de octubre en la mañana una unidad militar especializada, que ha detenido decenas de narcotraficantes importantes en los últimos años, en la mayoría de los casos sin disparar un solo tiro, tenía ubicado a Ovidio: iría a comer a una de sus casas, donde vive su esposa con sus tres hijas. Ovidio se movía con tranquilidad porque no tenía orden de aprehensión. No sabía que ya había una orden de extradición e, incluso, que estaba en camino ese día hacia Culiacán personal de la Interpol para cumplimentarla una vez que fuera detenido.

Participaba de la operación el comando militar, más un pequeño equipo de la unidad antinarcóticos de la Policía Federal, que debía realizar legalmente la detención y había un contacto directo con la Fisca- lía General para que el MP le pidiera a un juez, en cuanto se localizara con seguridad a Ovidio, la orden de cateo para detenerlo. Muy poco antes de comenzar el operativo se pidió apoyo a la zona militar de Culiacán, y se desplegaron más de 100 elementos para ejecutar un círculo de seguridad en torno a la zona de Tres Ríos. No sabían cuál era el operativo que se realizaría.

Cerca de las dos de la tarde llegó Ovidio a su casa, el comando rodeó la vivienda y le pidió a Ovidio que se entregara mientras esperaba la orden judicial: en el mejor de los casos tardaría media hora, en un caso normal, unas tres horas. Las fotos que se difundieron se le tomaron a Ovidio en el garaje de la casa, cuando trató de negociar su detención. Se comunicó con su gente, y lo que pidió fue un abogado.

Lo que sucedió después no estaba previsto porque nunca había sucedido. Unos 20 minutos después de que se rodeara la casa de Ovidio comenzaron las agresiones no desde dentro de la casa, sino desde fuera hacia la casa, contra el círculo de seguridad implementado en torno de la misma, la que comenzó a ser repelida por los elementos militares. El problema es que de esa forma se ponía en peligro, incluso a la propia familia de Ovidio, a un nivel tal que los soldados le dieron a su esposa, a su suegra y a sus niños chalecos antibalas.

Según las versiones a las que Código Topo tuvo acceso, ese comando podía mantener el control de la vivienda si eso era necesario, pero, al mismo tiempo que el comando era atacado, empezaron los ataques en la ciudad, y también comenzaron a ir hacia Culiacán sicarios de otras ciudades y estados (sobre todo de Durango), al mismo tiempo que se ofrecía entre 20 y 40 mil pesos a cualquiera que participara en los bloqueos. El problema se agudizó cuando un convoy del Ejército que estaba a 200 kilómetros de Culiacán, en El Fuerte, fue retenido por un grupo de sicarios y cuando se secuestró una pipa con combustible y se amenazó con hacerla estallar en el multifamiliar donde viven familias de militares.

Sí se tenía previsto, había sucedido en otros operativos similares, reacciones y bloqueos, por supuesto también enfrentamientos, pero nunca había ocurrido que esos ataques se dirigieran contra la población civil y elementos de fuerzas de seguridad, incluso a muchos kilómetros del lugar de los hechos. No sucedió ni siquiera en las dos detenciones de El Chapo Guzmán en Sinaloa. No existe una explicación oficial de por qué el Cártel del Pacífico reaccionó con tanta virulencia en esta ocasión, aunque sin duda, la reacción y las consecuencias que tuvo sentarán un precedente.

Cuatro horas después de iniciado el operativo, el comando recibió la orden de retirarse. Sí se hubiera podido establecer un cordón que protegiera al comando y a su detenido en el trayecto hacia una base aérea, pero existía la convicción de que en el camino habría innumerables combates y que, además, los sicarios sacrificarían a los rehenes que habían tomado en Culiacán y en otras localidades. Cerca de las seis de la tarde el operativo en sí había concluido y había iniciado la retirada. Culiacán seguía en llamas, Ovidio quedó libre y unos 50 reos se fugaron de la cárcel. Un soldado murió, nueve quedaron heridos, uno de gravedad, los sicarios tuvieron numerosas bajas, pero se llevaron a la mayoría de sus muertos y heridos. La orden de cateo nunca llegó. No fue un operativo improvisado. Fallaron otras cosas.

LA FALTA DE COORDINACIÓN

Podrá ser de mal gusto, como dijo el presidente López Obrador, pero es inevitable que autoridades de unos países opinen sobre otros, particularmente cuando deben enfrentar un desafío multinacional como el narcotráfico y el crimen organizado. Lo hace México cuando le pide a Estados Unidos que controle el tráfico de armas y ellos, con toda razón, piden saber cuál es la estrategia de seguridad de nuestro país para trabajar en consonancia. Estamos hablando de dos caras de una misma moneda.

Decir que la política de seguridad de nuestro país la definimos solos y sin intervención está muy bien para que salga en los titulares de la mañanera, pero en realidad no es así.

Cuando la administración Trump amenazó con aranceles comerciales si no se frenaba el flujo migratorio, se dio un giro de 180 grados a la política de puertas abiertas y terminamos empleando a 27 mil elementos de la Guardia Nacional para controlar las fronteras. Con más de 60 mil muertos al año por sobredosis de opiáceos, cada vez más por uso de fentanilo que proviene en un alto porcentaje de México, sería absurdo pensar que Estados Unidos no va a buscar opinar o intervenir en la política antidrogas de México, lo hará en forma diplomática o con rudeza, como en el tema migratorio, pero lo hará.

No deja de ser significativo lo dicho por Rich Glenn, subsecretario de Estado adjunto para asuntos de narcotráfico internacional durante una audiencia en la Cámara de Representantes, en Washington.

Glenn sostuvo que sólo se logrará un progreso en la lucha contra el crimen organizado una vez que México desarrolle y comparta (con Estados Unidos) una estrategia integral para confrontarlo.

El subsecretario insistió en que su gobierno “no conoce” la estrategia antidrogas de la adminsitración de López Obrador y sostuvo que la subsecretaria de Estado, Kirsten Madison, había viajado hace dos semanas a México para explicar la necesidad de que nuestro país comparta una estrategia con objetivos claros.

Será una declaración de mal gusto, pero Glenn tiene razón: nosotros tampoco conocemos la estrategia de seguridad, no sabemos cuál es y a qué objetivos quiere llegar. Hablar de pacificación, de programas sociales, de creación de la Guardia Nacional está muy bien, pero eso no es una estrategia, en todo caso son instrumentos para implementarla.

Los hechos de Culiacán demuestran no sólo esas carencias, sino, incluso, la necesidad de revisar todo lo hecho, porque lo sucedido define para el futuro inmediato un escenario distinto, diferente: ya enseñó a los grupos criminales un camino que recorrer. Nada impedirá ahora que ante una detención o la amenaza de una extradición, un grupo criminal pueda presionar no sólo en la ciudad o la región donde se produjo esa acción, sino a muchos kilómetros de distancia. Obliga a defender a familias de militares y policías, a cambiar y modernizar mecanismos judiciales anacrónicos para este tipo de combate. Obliga a revisar esa estrategia que no conocemos, pero que ha permitido once meses de relax a los grupos criminales y, por ende, los ha fortalecido. No ha redundado ello en pacificación: se ha incrementado el número de muertos, de violencia y de todos los delitos de alto impacto.

Nos falta también inteligencia. Más de un operativo fue exitoso (como las dos capturas de El Chapo Guzmán) porque se compartió inteligencia crucial con Estados Unidos, desde intercepciones telefónicas hasta ubicación satelital. Hoy no tenemos ese tipo de intercambio porque salvo para temas muy específicos fue cancelado. No ha habido extradiciones a Estados Unidos. Las oficinas de la Procuraduría, ahora de la Fiscalía, en los consulados mexicanos en la Unión Americana han sido cerradas, y ahí era donde se realizaba mucho del trabajo cotidiano de intercambio de información, de pedidos de extradición, de seguimiento de ciertos delitos y delincuentes.

Se equivocan quienes opinan que detrás del operativo de Culiacán estuvo Estados Unidos, más allá de la solicitud de extradición de Ovidio Guzmán por sus actividades en el tráfico de fentanilo.

Lo que hay es poca relación con Estados Unidos en estos temas. Y pensar que con una llamada de Trump, que no es precisamente un hombre estable, ocupado en los detalles y las estrategias de seguridad del día por día, se puede establecer esa relación, es un error grave. En Estados Unidos están molestos por la distancia en seguridad del gobierno mexi- cano y lo están haciendo notar.

Pregunta adicional: ¿no es de mal gusto que el esposo de la embajadora en Washington, quien vive en la residencia oficial y tiene pasaporte diplomático, opine cotidianamente en contra de la administración Trump e incluso del manejo de nuestra política exterior?

MENOS SOBERBIA, MÁS APRENDIZAJE

Ya sabemos qué se hizo bien y en qué falló el pasado 17 de octubre, en el operativo en Culiacán. Lo que resulta importante es hacer las correcciones necesarias, una vez puestas de manifiesto las notables falencias que exhibió el operativo.

El primer punto es, sin duda, la estrategia de seguridad. La idea de pacificación, abrazos y no balazos, los chascarrillos como método para tratar a los delincuentes deben quedar enterrados en el discurso presidencial y comenzar a trabajar con seriedad. A los criminales se les han regalado por lo menos once meses para poder armarse, prepararse, fortalecerse. Es verdad que ha habido algunos golpes puntuales, pero la norma ha sido el dejar hacer, dejar pasar. Por eso, cuando alguien se asombra de la capacidad de reacción del Cártel de Sinaloa en Culiacán, habrá que recordar que no se le ha tocado ni con el pétalo de una rosa durante estos meses, de tal forma que el control que ejercen sobre esa ciudad es casi absoluto.

Faltó, nos dicen, inteligencia al respecto y es verdad, pero faltó inteligencia porque los recursos del Estado han sido puestos en otros objetivos y tampoco existe coordinación con Estados Unidos que ayude a tener su localización.

Quizás, nos aseguran, una de las consecuencias de Culiacán es que se haya podido reanudar, así sea parcialmente, esa relación. Veremos si es así.

La demostración de que se están modificando las cosas y de que el Estado mexicano tuvo el jueves 17 prudencia y no debilidad es que se ejecuten las órdenes de aprehensión de los principales narcotraficantes del país. Han sido desmanteladas algunas bandas, desde la Unión Tepito hasta Los Rojos, pero las principales cabezas del crimen organizado no parecen haber sido siquiera hostigadas. Si como se asegura están localizadas, será hora de comenzar a cazarlas, en el mejor sentido de la palabra.

Cuando eso ocurra habrá que ver cómo reaccionan los narcotraficantes. Se les ha empoderado. Lo más peligroso que vimos en Culiacán no fue la movilización de sus fuerzas en las calles, sino la toma de multifamiliares donde viven las familias de los militares y la amenaza de utilizarlas como rehenes, lo que ocurrió también con soldados retenidos en las afueras de la ciudad e, incluso en lugares tan alejados de Culiacán como El Fuerte. Eso implica adoptar medidas de seguridad permanentes y mucho más firmes en puntos débiles, como multifamiliares, hospitales y otros espacios relacionados con personal policial y militar. Sin embargo, en esa lógica, toda la sociedad puede convertirse en víctima o potencial rehén. Lo que vuelve a obligar a actuar de verdad y de dejar lo de abrazos y mamás regañonas para comenzar a desarticular esas bandas.

No hay otra opción: o se les deja hacer y se les entrega el territorio, y eso fue lo que ocurrió en Culiacán y se demostró el 17 de octubre, o se les enfrenta con inteligencia, operación y objetivos claros. No puede haber ningún acuerdo de paz con el narcotráfico.

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